La catarsis de The Cure en Londres

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Pocas bandas tienen la ocasión de alcanzar las catarsis al cabo de 46 años rodando. Y sin embargo eso es lo que ha logrado Robert Smith con Songs of a Lost World, el primer álbum en 16 años de The Cure, que consiguió ese prodigioso efecto purificador y liberador en su sonado estreno en el Troxy de Londres, ante la contención inicial y el delirIo final de más de 3.000 fans entregados en cuerpo y alma.

«Ha sido un álbum tremendamente catártico para escapar a la fatalidad», reconoció de antemano Robert Smith, que perdió de un tirón a su padre, a su madre y a su hermano y sintió esa punzada de soledad cósmica con la que abrió el concierto, Alone, rubricado con esa letra agonizante que lo dice todo: «Este es el final de todas las canciones que cantamos…»

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Replicando escrupulosamente el orden de los ochos temas del último álbum, Smith y su portentosa banda (Simon Gallup, Roger ODonell, Perry Bamonte, Jason Cooper y Reeves Gabrel) crearon durante 50 minutos una atmósfera intimista, con los fans estáticos y extáticos en sus asientos, desperezándose en todo caso con Drone: Nodrone, el tema que inyecta una dosis de optimismo a las canciones del «mundo perdido».

I can never say goodbye es la dolorosa despedida de Robert Smith a su hermano Richard, y All I ever am es el retrato ante el espejo del músico de 65 años que sigue cantando con esa voz que tiene algo de lamento imperecedero. Endsong podría muy bien ser su epitafio musical: «Me quedo solo sin nada, al final de cada canción…».

Y sin embargo algo se queda flotando en el aire en cuanto la banda desaparece del escenario al cabo de 50 minutos, dejando sus guitarras como fantasmas en el escenario. Algo nos dice que este es solo el principio y no el final. Y el último álbum de The Cure (celebrado por Rolling Stone como el mejor de la banda desde Disintegration en 1989) sirve efectivamente de antesala a la eterna resurrección del rock.

Plainsong y Pictures of You marcan el nuevo tono vital, Robert Smith sale de su ensimismamiento y se dirige por primera vez al público, que se levanta finalmente de los asientos y se pone a dar botes con In Between Days y Just Like Heaven. A la sucesión de grandes éxitos de los ochenta (10 de ellos número uno en el Reino Unido) le sigue un nuevo momento introspectivo con cinco temas del álbum Seventy Seconds, pero algo nos dice otra vez que eso no puede quedar así.

Y por supuesto vuelven, al cabo ya de casi dos horas de concierto, con una sucesión de bises encabezados por LullabyThe Walk y Friday Im Love (que solo cantan los viernes por pura superstición). La apoteosis llega con la canción número 31 de la noche, la misma con la que empezó todo, sonando rabiosamente como lo que es, el «himno» post-punk de 1979, el mismo que consagró mundialmente a la banda de Crawley formada tres años antes: Boys Don’t Cry.

El efecto catártico es contagioso, y el propio Robert Smith -de riguroso gótico negro- asegura que lo más curativo, después del agonizante proceso para dar a luz a Songs of a Lost World, sigue siendo «ese momento comunal con la multitud», cuando todas las penas se ahogan en un océano de manos alzadas.

«Soy una persona diferente a la que era antes de hacer este álbum», confesó esta semana, tras otro concierto intimista en la BBC. «Cuando eres joven, tienes una visión romántica de la muerte, no sabes realmente lo que es. De pronto empiezas a sentirla de cerca e inmediatamente en tu propia familia, y todo es diferente. Es algo con lo que he estado luchando estos años ¿cómo poner todo esto en un letra?».

The Cure tienen letra y música en la recámara para otro álbum más. «Está casi listo», confiesa Smith. «Y cuando lo terminemos podré respirar profundamente y pensar en lo que viene después». En declaraciones a The Times, el líder de The Cure vislumbra en el horizonte la línea de meta en el 2028, «alrededor del 50 aniversario de la banda, cuando yo ya haya cumplido los setenta».

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